Una casa. Otra. La siguiente. Otra puerta. Otro piso. Otro día. Era de noche, y ni una sola persona le había mirado. Entregó el último paquete, salió del portal, inhaló por primera vez en toda la noche, creía, montó en su bicicleta y desapareció.
Entró en su edificio a oscuras. No necesitaba luz para subir las mismas escaleras cada noche. Agradeció no ser de esas personas que acaban con las piernas cansadas al final del día; después de pedalear jornada y media, qué eran unas vueltas más. Llegó a su cama, no sin antes comprobar que su abuelo estaba dormido en la suya y recoger su cena de la mesita de la cocina mientras comía un sándwich por poder decir que había cenado algo.
Miró al techo, sólo iluminado tenuemente por la luna. Se quedó en silencio, el mismo silencio que le acompañaba todo el día. Se le cerraban los ojos, prontos a dar por acabado uno más, cuando, de repente: luz.
La intensa luz de la ventana del piso de al lado que se encontraba en L con la suya, y cuyo propietario murió hace meses, volvía a lucir. Sus ojos se abrieron por completo, como si ya no pudiesen cerrarse de nuevo. Agudizó el oído para intentar responder a quién estaba en el piso y si apagaría la luz pronto. Tan concentrado estaba, que podía oír la instalación eléctrica acostumbrándose de nuevo a dar servicio…
El inofensivo estallido de la bombilla interrumpió su inspección auditiva. Antes de que sus ojos, ya a oscuras, procedieran a dejarle fuera de juego, Marcos registró la voz de su nueva vecina:
— Mierda.
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Fotografía por Sergey Nikolaev