Estoy en un taburete minúsculo, todas las horas del día. Estoy en frente de una mesa. No trabajo, vivo en un laboratorio.
Todas las cosas que aquí veo no se parecen a las que recuerdo del mundo exterior. Aquí todo es viscoso y pequeño, se mueve nerviosamente ante la lente del microscopio, y no me puedo comunicar con ello.
Las personas que trabajan en taburetes aquí abajo delante de mesas mirando lentes, también se han vuelto de esta manera, viscosas y pequeñas, se mueven nerviosamente, y están incomunicadas. Supongo que yo no lo noto, pero también soy como ellas.
Si pudiese estar fuera de aquí tan sólo un momento recuperaría mi vida, la cual no recuerdo, y me acercaría a mis compañeros, viscosos, pequeños, y podríamos volver a hablar. Resulta que cada cual está tan metido en su taburete, que las voces que tienen, ya no las recuerdo.
Oigo los roces de las batas, movimientos cansados; los aparatos hacen “bip” de vez en cuando, muy bajito.
Toda la vida, aquí en el laboratorio, hemos estado investigando. Eso es lo que hacemos en los laboratorios.
Aquí dentro nadie pregunta si es duro investigar sobre esto, porque para todo el mundo su nombre es sólo una palabra. Tenemos muestras, hacemos pruebas, fracasamos, pero nadie se muere dentro del laboratorio. A decir verdad, no sé cuánta vida queda por matar aquí, entre nosotros. Este perpetuo mecanismo de ensayo y error me está quitando la vida.
Para todas las enfermedades existe una cura definitiva que si no conocemos es porque todavía nos quedan muchos fracasos de laboratorio, y que fuera de aquí intentan solucionar extirpando el núcleo de la misma. Pero claro, cortar trozos del cuerpo de alguien no es curar, es trocear a la gente.
Por esta carnicería desesperada es por la que en algún momento decidí, aunque no recuerdo cuándo ni cómo fue, que he de estar aquí hasta dar con la verdadera cura.
Toda enfermedad tiene una cura, para llegar hasta ella sólo hay que pasar por un número x de fracasos en el laboratorio.
Pienso. Constantemente. Miro las muestras, compruebo datos, hago pruebas. Pienso constantemente.
Ha llegado un momento en el que, llevo tantos fracasos, que con cada uno de ellos se va perdiendo el sentido de seguir intentándolo.
Ya sólo veo células, “bips” y batas que han perdido el color blanco del primer día. Y ahora todo es gris. “Bip”, célula, “bip”, gris. Error. ¡Bip!
Todo es absurdo y cansado. Ya no somos personas, no nos comunicamos, ni nos entendemos, ni lo intentamos, ni perseguimos algo, se nos ha olvidado.
Me siento mal, porque soy capaz de pensarlo, pero no sé cómo cambiarlo. Lo pienso mientras las muestras pasan ante mí y voy fracasando, pero no me levanto para hablar con alguien, ni expreso cómo me siento, simplemente, hago.
Una vez cada mucho mucho tiempo, cada vez diría que más tiempo aún, giramos nuestros taburetes hacia el centro de la sala y nos miramos a las caras. Aunque todas se hayan vuelto grises hace tanto tiempo que siempre han sido así, este momento me provoca algo, una reacción, no soy una célula inerte.
Resulta que hoy, es ese día. ¡Bip!
Nos hablamos en este día para poner en el conocimiento común la colección de fracasos que cada uno ha recolectado. Es quizás, en la reencontrada esperanza de que un día terminemos de tachar la lista de fracasos que nos quedan, en la que siento algo, y todo lo que no he sentido viviendo delante de la mesa en silencio, lo vivo hoy tan intensamente, que llego a creer que merece la pena. Y reencuentro algo de mí.
Cuando me giro todas las caras siguen igual que siempre, pero por lo menos son caras, pueden hablar, comunicarse, sentir algo, decir que lo hemos conseguido.
Estoy nerviosa.
No tenemos un turno determinado para hablar, pero siempre sabes cuándo te toca.
Pienso por un momento que no sé a qué viene tanta emoción, si las caras siguen igual que siempre. Será que todo sigue igual que siempre.
Nunca se me había ocurrido pensar esto. Me pregunto si yo también soy del mismo color gris que habitualmente me siento. Hoy no, noto cómo la sangre me recorre todo el cuerpo.
Todo mi cuerpo reacciona, hasta que, automáticamente, pide la palabra.
Por un momento pienso que en alguno de los errores que hay en la lista que voy a comunicar a mis compañeros, en realidad, está la solución, y que no la he podido ver hasta este momento, en el que la emoción me activa el cerebro, y lo veo todo nuevo, mucho más iluminado.
Sé que tengo la solución, sé que la he visto, la he pensado y olvidado automáticamente hasta que llegase este momento.
Hablo.
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Modelo anónima fotografiada por Alexander Krivitskiy